Desde los fuegos del tiempo

Ramón Vera Herrera

La balada del Cuenco de Polvo

Los ingenieros nos pregonan las bondades de la agricultura industrial: grandes rendimientos en enormes extensiones de terreno monocultivadas con mecanización, agroquímicos y semillas híbridas, promotoras de muchas toneladas por hectárea. Tales presunciones menosprecian y, mediante políticas públicas, desalientan los modos agrícolas campesinos de pequeña escala y lógica de subsistencia (producir para cumplir las necesidades de la familia y la comunidad).

Es generalizado pensar que “la insuficiencia de la agricultura tradicional temporalera y la incapacidad de la producción campesina para alimentar a sus familias”, son los factores que subyacen a la expansiva migración actual (más de 214 millones a nivel internacional).

 Lo real es que ésta es mayormente provocada por los colapsos en la rentabilidad de los predios campesino-indígenas de subsistencia (o autoconsumo como se le dice con desprecio) tras la deshabilitación generalizada que ocasionaron las políticas públicas de la Revolución Verde. Dice el investigador Wil S. Hylton, escribiendo para Harper’s: “Décadas de innovación han vuelto el cultivo convencional una propuesta tan costosa y técnica que es inútil emprenderlo salvo para los grandes conglomerados del agronegocio”.

Y agrega: “tan sólo en Kansas, más de 6 mil poblados han desaparecido muy pronto, en un área donde la población se fue encogiendo desde la Gran Depresión en Nebraska, Montana, Texas, Oklahoma y los Dakota.”, pero también en Nuevo México Iowa y Colorado, en un espacio conocido como las Grandes Planicies.

Su historia enhebra con la migración de los colonos en su ruta invasora hacia el Oeste hasta arribar a las costas californianas, y con la devastación que dejaron tras de sí sus improvisadas soluciones productivas y su obtuso entendimiento del mundo rural, del ámbito de las tribus y pueblos con los que se topaban y a quienes masacraron, y de los parajes que arrasaban las caravanas de carromatos a su paso a California. Las Grandes Planicies, cerca de 400 mil kilómetros cuadrados de pastizales extensísimos que antes de la invasión europea alojaron a manadas de millones de búfalos que también fueron masacrados, comenzaron a abrir partes de su territorio a la agricultura.

Continúa Wil S Hylton: “las planicies constituyen casi una quinta parte de toda la tierra al sur del paralelo 48. Para la segunda mitad de los años de 1800 fueron un símbolo de las ambiciones expansionistas del país, con un flujo de colonos empujados por la promesa de 65 hectáreas de tierra gratis y la página en blanco para reescribirse la vida propia. Con el tiempo, las planicies comenzaron a reflejar el moderno hábito de exceso de desarrollo. Para los años 30, el boom agrícola en la región ya había comenzado a extremar los límites de su sustentabilidad”.

Los funcionarios gubernamentales llegaron a prometer hasta 260 hectáreas de tierra. Siendo tierras de temporal dependientes de la humedad de la lluvia para cumplir sus ciclos de cultivo, se les drenó muy pronto de su agua subterránea más superficial, y para principios del siglo veinte los colonos las habían extremado, en el monocultivo, mecanizadas casi por completo con tractores, trilladoras y cosechadoras que desde 1837 comenzaran a proliferar en los campos, gracias a John Deere. La Revolución Rusa había reducido el abasto del trigo y otras materias primas agrícolas y con la subida de los precios, el área abierta al cultivo se duplicó entre 1925 y 1930.

Esta reconversión extrema, de vastos pastizales a extensos monocultivos mecanizados, “eliminó los pastos nativos que mantenían el suelo en su lugar y permitían guardar una mínima humedad requerida para la producción”. Junto con la intensas sequías que comenzaron a ocurrir desde el verano de 1930, se provocó un fenómeno conocido mundialmente como Cuenco de Polvo o Dust Bowl, tormentas de tierra suelta arremolinada que literalmente despojaron la materia orgánica de los suelos haciendo invivible la existencia para el campesinado de la región. El fenómeno fue tan intenso, extenso y prolongado, que el horizonte se volvió negro en todos sentidos.

Las familias comenzaron a huir de sus campos, acicateadas por el hambre, la falta de agua, la miseria, las enfermedades pulmonares y gastrointestinales  y emprendieron así un primer exilio planetario masivo en pos de condiciones materiales para la existencia. Se inauguró así el ciclo contemporáneo de trabajo migrante.

No se nos puede olvidar que no comenzó con los braceros de México a Estados Unidos sino con sus propias poblaciones que huyeron despavoridas sólo para encontrarse en condiciones de precariedad, opresión y explotación como las narradas por John Steinbeck en Las viñas de la ira, que nos llena los ojos con la precariedad, los sueldos de hambre y las guardias blancas que años después habrían de sufrir los jornaleros agrícolas migrantes como los que hoy pueblan el norte de México y el sur de Estados Unidos.

La historia de la iniquidad actual hacia los migrantes de México y Centroamérica comenzó con la expansión al Oeste, con su predación de los territorios conquistados, con la desmesura de su propia industrialización, y con su iniquidad en el trato patronal hacia sus propios jornaleros (personas y comunidades que años antes llevaran una vida productiva como sembradoras de trigo y maíz, criadoras de ovejas y vacas, en tierras que Estados Unidos arrebató a sangre y fuego a los pueblos originarios de Norteamérica).

Hoy, al constatar el vaciamiento del Acuífero Ogalala, el mayor manto de aguas subterráneas estadunidense —que corría unos 404 mil kilómetros cuadrados por debajo de esos mismos territorios devastados— que sin importar nada se utilizó para irrigar desde los años 40 hasta principios del siglo 21 enormes cultivos de trigo y maíz, la gente de la región está urgida por soluciones campesinas y autonomía productiva, hoy llamadas “alternativas”, y busca cómo revivir esos mantos subterráneos a punto de secarse.

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