Don Félix Serdán Nájera, zapatista de los de antes y de los de ahora

Gilberto López y Rivas

Al cursar la preparatoria en los inicios de los sesenta del siglo pasado, fui «invitado» (reclutado) a alistarme a un grupo armado que recién se estaba organizando en el contexto del impacto de la revolución cubana y la proliferación de esfuerzos guerrilleros por América Latina, de los que no escapaba México.

 Por esa vía ingresé al mundo campesino de las redes jaramillistas que todavía quedaban en el estado de Morelos y conocí a quien hasta la fecha es mi compañero y amigo, Félix Serdán Nájera, abanderado del Congreso Nacional Indígena (CNI), a quien el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) otorgó el grado de Mayor Insurgente Honorario, y cuya vida se relata en el libro que el lector tiene en sus manos.

 «Rogelio», uno de sus nombres de la vida clandestina de esos años, me enseñaba cómo viajar parado en los pasillos de los viejos camiones de pasajeros que circulaban por su estado natal, cerca de las puertas, nunca sentado y mucho menos dormido, llegar a una casa y conocer convenientemente las salidas, no dar la espalda a ventanas y puertas, diluirse en las calles y reuniones sin mirar a la gente o hablar más de lo necesario, y otros muchos consejos prácticos que se van asumiendo como una segunda naturaleza de la apariencia exterior, la cual por cierto también cuidábamos de acuerdo a circunstancias y medios sociales.

 En Morelos conocían a Félix también como «el Maestro» (una de las ocupaciones que tuvo en su larga vida de revolucionario), quien incansable recorría por el día casas de simpatizantes y camaradas, arriesgándose a que lo reconocieran los sicarios del gobierno; por la noche, caminando a la luz de la luna (lo hice con él una vez en esas condiciones) llegando a las chozas repletas de perros flacos, sarnosos, hambrientos, ladrando a más no poder; en las ventanas, apuntando a los intrusos con las viejas carabinas 30-30 o los rifles 22, de quienes quedaban de las tropas de Jaramillo, escuchando sus planteamientos de «socialismo religioso», ya que Rubén fue pastor protestante. En la voz de uno de quienes le sobrevivieron escuché: «Si Dios nos trae al mundo desnudos, sin ser dueños de nada ni de nadie, ¿por qué alguien puede ser dueño de la tierra o del agua y mandar sobre otros? Todos somos iguales a los ojos de Dios».

 En un fogón de un barrio pobre de Cuernavaca conocí a una anciana que no parecía diferenciarse de otras, con sus enaguas y rebozo; «esa viejita,» me comento un compañero, «llevó armas, dinero, comunicados a Jaramillo cuando estaba peleando contra los sardos (soldados). Cruzaba los retenes de las tropas, vendiendo tacos en una canasta de doble fondo, nunca la descubrieron».

 Recuerdo que la represión contra los jaramillistas cobraba muchas víctimas y algunos de ellos, como «Rogelio», andaban a salto de mata o viviendo en casas de seguridad, donde lo conocí, como «profesionales» de la organización. Uno de ellos, Rey Aranda, me causó gran impresión; hombre bien parecido, de bigotes zapatistas, que debiera haber andado en sus cuarenta, sembraba su tierra con sus dos hijos jóvenes cubriéndolo con sus carabinas. Había sobrevivido a varios atentados, en uno de ellos, me contó uno de sus hijos, mató a su emboscador, tirándose del caballo, mientras disparaba. No supe, finalmente, que paso con él, aunque en el 2002, durante una ceremonia luctuosa en el estacionamiento de la zona arqueológica de Xochicalco, lugar del sacrificio de Jaramillo y su familia, fue recordado por uno de los oradores, y ahora mencionado en varias de las páginas que siguen.

 Conocí, también, en una casa de seguridad, a quien dijo ser «ajusticiador» al servicio de la causa jaramillista: un campesino bajo de estatura y delgado, parco para casi todo, menos para el tema de sus singulares «tareas»: cuando las redes de información de Jaramillo sabían que se estaba preparando un atentado contra él, nuestro hombre se adelantaba para prevenirlo:»yo no les asesinaba», me dijo, «siempre les daba su oportunidad, preguntando antes de desfundar, ¿fulano, no tienes un pendiente?» En retrospectiva, esto parecería sanguinario, pero en el contexto de la época era natural que hubiera una autodefensa popular frente al poder del Estado y sus secuaces represivos, que asesinaban y desaparecían militantes gozando de protección e impunidad total. Nunca se exaltó en esos años ni se coincidió con el terrorismo o la violencia indiscriminada contra la población civil, funcionarios o miembros de cuerpos represivos desarmados, todo lo cual incluso se criticaba como una desviación delincuencial no revolucionaria. La vía armada se consideraba como un «mal necesario» ante la violencia de la dictadura de clase que se vivía y se advertía sobre los peligros del «militarismo».

 El grupo, que nunca tuvo un nombre como tal, se integró de varios afluentes: lo que había quedado del movimiento agrario dirigido por Rubén Jaramillo, quien fue asesinado el 23 de mayo de 1962; el sector dirigente del Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM), con Othón Salazar a la cabeza, y un agrupamiento de obreros, muchos de ellos de la fábrica de estufas «Acros», de orientación maoísta, llamado Frente Obrero, dirigido por el abogado laboral Juan Ortega Arenas.

 Othón, de quien también guardo una grata y respetuosa memoria, se distinguía, aun en los espacios de la clandestinidad, por su sereno liderazgo, la reverencia y cariño con los que se le trataba, su modestia, que iba a la par de su visible pobreza, y la leyenda de permanente persecución que vivían él, su familia y sus partidarios.Lo reconocí, a pesar de su nombre de guerra, por estos rasgos de su personalidad y el trato que recibía de sus allegados. Recuerdo que en una ocasión memorable, le escuché cantar, tocando él mismo una guitarra, el Corrido del Agrarista. Me correspondió viajar a Alcozauca, Guerrero, su pueblo natal, en arriesgados viajes en avioneta que partían de Huajuapan de León, Oaxaca.

 Además de estos agrupamientos reconocibles en la geografía política de esos años, había en la organización en ciernes, un grupo de intelectuales y profesionales, profesores, médicos, abogados, empleados del gobierno federal y estudiantes que, como yo, constituíamos la «joven guardia» de la organización, y que Félix describe en las páginas de este libro.

 Un dos de octubre, 25 años después de la matanza de Tlatelolco, sentado con Félix Serdán, «Rogelio», en algún lugar de la plaza, le dije: «Félix, a ti te debemos la vida». Gracias a él, a sus enseñanzas morelenses, ante ciertos signos de provocación (civiles con botas del Ejército y sacos grandes, con quienes viajamos en un pesero hasta cerca del lugar del mitin), situamos el lugar del contingente de la Escuela Nacional de Antropología e Historia en la única esquina de la plaza donde fue posible salir.

 Félix es la representación de esa cepa de revolucionarios que ha mantenido sus ideales en alto, pese a derrotas, traiciones, represiones y cooptaciones, viviendo en la pobreza con dignidad y activo políticamente a sus 95 años, como cuando militábamos juntos.

 Es un acierto la publicación de sus memorias por el Instituto Cultural Autónomo Rubén Jaramillo Menes (proyecto en desarrollo de Félix) y la revista Desinformémonos, que con este libro inaugura sus ediciones.

 

Gilberto López y Rivas

Cuernavaca, Morelos, 10 de febrero de 2012
 

Publicado el 21 de enero de 2013

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