Krenak y los “secretos” de la prisión indígena de la dictadura brasileña

Texto y Fotos: André Campos/ Brasil de Fato Traducción: Waldo Lao

Sao Paulo, Brasil. La Comisión Nacional de la Verdad  –sancionada por la presidenta Dilma Rousseff para investigar violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar por agentes del Estado– anunció que también seguirá la pista a los crímenes cometidos contra los indios. “Vamos a investigar eso porque en la construcción de carreteras hay historias terribles de violaciones de derechos indígenas”, afirmó el diplomático Paulo Sérgio Pinheiro, uno de los siete integrantes de la Comisión.

Pero la masacre de etnias que se opusieron a grandes obras es apenas uno de los capítulos de esa historia. Tal como otros grupos subyugados en los “sótanos de la dictadura”, los habitantes de aldeas fuera de Brasil también fueron producto de prisiones clandestinas, asociadas a denuncias de tortura, desapariciones y detenciones con motivos políticos que, al contrario de otros crímenes cometidos por el Estado de la época, todavía no han sido objeto de ningún tipo de compensación oficial o política indemnizatoria.

Tales violaciones a los derechos humanos ocurrieron en el municipio de Resplendor, en Mato Groso del Sur, donde se ubicó la cárcel agrícola indígena Krenak, un lugar que pataxó Diógenes Ferreira dos Santos recuerda bien. “A mí no me gusta ni hablar, porque todavía me da odio”, dice con el semblante cerrado de quien está poco dispuesto a tocar recuerdos difíciles. “Pero cuando aprieta el asunto, mi hermano…” Y entonces comienza a hablar sin parar. Diógenes era todavía un niño el día en que vio a dos policías aproximarse a la casa donde vivía, en la Terra Indígena Caramuru Paraguaçu, en medio de las haciendas de cacao de la región sur de Bahía. Vinieron, dice, pues así se los ordenó  un hacendero que reclamaba ser el dueño de aquel local. Para no dejar dudas sobre sus intenciones, retacaron de balas un árbol que estaba próximo. Y luego prendieron fuego a la casa en donde el pataxó vivía con su familia.

Exilados de su territorio, Diógenes y sus padres vivieron por cinco años trabajando en una hacienda próxima. Hasta ser nuevamente expulsados, a finales de la década de 1960. “Ya que no teníamos apoyo de nadie, decidimos volver a Caramuru”, cuenta.

Llegando allá, no pasaron ni 15 días, y nuevamente aparecieron policías. En esta ocasión, estaban encomendados para escoltar a Diógenes y a su padre hasta la ciudad. “Nos quedamos seis días presos en la  delegación de Pau Brasil”, recuerda. “Hasta que vino la orden de llevarnos al reformatorio Krenak. Yo no sabía lo que eso era”.

En Krenak, a casi 700 kilómetros de su tierra natal, Diógenes era todavía era un adolescente; describe haber vivido una rutina de trabajos forzados, realizados sobre la vigilancia de policías militares. “Íbamos hasta un pantano, con el agua hasta las rodillas, para plantar arroz”, explica. Su vida cotidiana era interrumpida apenas por esporádicos partidos de futbol de participación obligatoria, organizados por los guardias. De acuerdo con el patoxó, “a mi padre no le gustaba, nunca había jugado futbol en la vida.  Aquello era una humillación para él”.

Irónicamente, más de 40 años después, el Supremo Tribunal Federal (STF) anuló, en mayo de 2012, todos los derechos de propiedad de los hacenderos que, actualmente, todavía ocupan la Terra Indígena Caramuru Paraguaçu.

Pedagogía de la tortura

El reformatorio Krenak comenzó a funcionar en 1969, en un área localizada dentro del extinto Puesto Indígena Guido Marlière. Sus actividades eran comandadas por agentes de la Policía Militar minera, que, en la época, recibió la atribución de gerencia de las tierras indígenas de aquel estado por medio de un convenio con la recién creada Fundación Nacional del Indio (Funai).

En un boletín informativo de la Funai de 1972, se encuentra una de las pocas menciones oficiales respecto al local, calificándolo como una experiencia de “re-educación de indios aculturados que transgreden los principios norteadores de la conducta tribal, y cuyos propios jefes, cuando no conseguían resguardar el orden de la tribu, acudían a la Funai intentando restaurar la jerarquía en sus comunidades”.

Osires Teixeira, entonces senador por la Alianza Renovadora Nacional (Arena) –el partido que sustentó la dictadura–, se pronunció sobre el tema en la tribuna del Senado, afirmando que los indios de Krenak “retornan a sus comunidades con una nueva profesión, con mejores conocimientos, con mejor salud y en mejores condiciones de contribuir con su cacique”.

Fuera del gobierno –eran los “años de plomo” de la dictadura–, también se encuentran referencias a las  instituciones. En 1972, un enviado especial del Jornal do Brasil entró clandestinamente al reformatorio, en aquél que probablemente es el único reportaje in situ sobre el tema. Pero su presencia duró pocos minutos, de acuerdo con el propio escrito, fue expulsado del lugar entre amenazas de la policía.

Ex-integrante del Consejo Indigenista Misionario en Minas Gerais (Cimi/ MG), la pedagoga Geralda Chaves Soares conoció  a diversos ex-internos del Krenak. Aquello que ella relata haber escuchado sobre los “métodos re-educacionales” de la institución –que incluían indígenas azotados y arrastrados por caballos– sugiere el real motivo que había detrás de tanto sigilo. “Una de las historias contadas es la de dos indios urubu-kaápor a los que torturaron mucho para que confesaran el crimen que los llevo hasta ahí”, cuenta ella. “El problema es que ellos ni siquiera hablaban portugués”.

Uno de los más graves ejemplos de tortura es el indígena Gero Maxacali, ex-habitante de la Aldeia Água Boa, en Santa Helena de Minas, en Mato Groso. Él fue llevado al Krenak, cuenta Geralda, donde fue literalmente quemado por dentro al ser obligado a beber, de forma alternada, leche hervida y agua helada. Después de eso, además de dificultades para alimentarse, tuvo serios problemas de salud  que, años después, lo llevaron a la muerte.

El periódico Brasil de Fato tuvo acceso a documentos de la Funai que destapan diversos aspectos sobre la vida cotidiana en la prisión indígena. Revelan que al menos 120 individuos, pertenecientes a 25 etnias de los más diferentes rincones brasileños, pasaron por la institución correccional. Personas que, por regla general, llegaban a Resplendor “bajo pedido” de los jefes del puesto local de la Funai. Pero también, en algunos casos, por órdenes directas de altos escalones en Brasilia.

Es el caso, por ejemplo, de un indio canela, de Maranhão, encaminado a la institución en julio de 1969. “Además del comportamiento tradicional inquieto de la etnia –nómadas obstinados–, el referido es dado al vicio de embriaguez, entonces se vuelve agresivo y a veces peligroso. Como representa un pésimo ejemplo para su comunidad, creemos por su bien confinarlo un periodo de recuperación a la Colonia de Krenak”, se puede leer en el oficio emitido por el director del Departamento de Asistencia de la Funai.

Homicidios, robos y el consumo de alcohol en las aldeas –que en la época era reprimido con mano dura por la Funai– están entre los principales motivos del envió de indios a la correccional. Además de eso, también existen testimonios de situaciones de peleas internas, uso de drogas, prostitución, conflictos con servidores públicos e individuos penalizados por actos descritos como “ociosidad”.

Buena parte de esos supuestos robos, de acuerdo con los propios oficios internos de la Funai, remiten a actos  ridículos, por decir lo menos. Gente como, por ejemplo, un maxacali que fue descubierto robando una cigarrera, tres camisas, una caja de botones y algunos otros objetos en la sede de su puesto indígena. O un xerente que, después de beber en una “fiesta de civilizados”, regresó a la aldea pedaleando la bicicleta de otra persona, pues “había olvidado la suya   por la embriaguez”, según lo dicho por el propio servidor local que solicitó su remoción.

Las estancias en el reformatorio podían durar desde uno pocos días hasta más de tres años. Para ser liberados, los internos dependían de la evaluación de comportamiento de los policías custodios, pero también de cierta dosis de suerte para no volverse “indios extraviados” en la confusa burocracia de la Funai. “No sabemos la causa real que motivó su encarcelamiento toda vez que no recibimos el informe de origen”, escribió a sus  superiores el cabo de la Policía Milita,r Antonio Vicente, uno de los responsables locales de un indio xavante, quien tenía buen comportamiento, pero que llevaba ahí más de cinco meses.

Algunos casos son casi surrealistas. Uno de ellos ocurrió en 1971, cuando llegó al reformatorio un indio urubu-kaápor, con órdenes de permanecer bajo severa vigilancia y en un alojamiento aislado. Su encaminamiento a un “período de recuperación” se justificaba, de acuerdo con la Audiencia de Minas-Bahia –órgano de la Funai  subordinado el reformatorio– por “actos de pederastia” en su aldea.

Dos meses después, cons taen los documentos del órgano indigenista, él se apoderó de una navaja de rasurar para intentar suicidarse mediante un corte en el abdomen. Recibió atención médica y, después de algunos meses, intentó fugarse, pero fue recapturado  en otro municipio.

Entre los internos, había también personas que aparentemente padecían trastornos mentales y que vivían en Krenak sin ninguna atención psiquiátrica. Un indio de la etnia campa, clínicamente diagnosticado como esquizofrénico, de acuerdo con un informe del propio órgano indigenista. Y que, entre otras excentricidades, decía tener varios automóviles y aviones, además de ser amigo íntimo del mandatario supremo de la nación. “Siempre que un avión pasaba sobre ese reformatorio, él brincaba y gritaba, diciendo que el presidente lo venía a buscar”, relata un oficio.

Para algunos de los indígenas, la ida al Krenak fue un camino sin retorno. Es el caso de Manoel Vieira das Graças, el Manelão Pankararú, quien fue llevado a la prisión indígena en 1969, después de una violenta pelea con otros indios de su aldea. Con su mujer e hijos, Manelão se encuentra  hoy instalado en Resplendor. Tal como otros indios que, una vez que fue desactivado el reformatorio, permanecieron en la región debido a amistades y casamientos que surgieron durante los años de prisión, pues también había mujeres entre los prisioneros.

Al visitar por primera vez la aldea donde nació, después de salir preso de la Tierra Indígena Pankararú, confiesa emocionado: “Me da escalofríos sólo de recordar de nuestras danzas, de los juegos y del Toré (ritual típico de la etnia)”. Su actual casa queda a pocos kilómetros de la antigua sede del Krenak, en las márgenes del río Doce, donde todavía están las ruinas de concreto y acero de la sede de la institución, parcialmente derribadas por el río. Cuando venga la próxima inundación, creen algunos moradores de la región, también se van a venir abajo las últimas paredes que quedan en pie.

Entre los que no regresan están también aquellos cuyo destino, todavía hoy, permanece como una incógnita. Situación que remite, por ejemplo, a Dedé Baena, ex-habitante del Puesto Indígena Caramuru, en  Bahía. “Nadie sabe si está vivo o muerto porque lo cambiaron a la prisión Krenak y desapareció”, reveló un no indio, nacido en el área referida del Puesto Indígena a la investigadora Jurema Machado de Andrade Souza. Otros informes actuales de indígenas de la región confirman la desaparición.

En agosto de 1969, de acuerdo con oficio de la Funai, Dedé fue llevado a Resplendor a petición del jefe del puesto en cuestión, quien lo calificó como un “indio problema”, violento cuando estaba ebrio y dueño de un vasto historial de agresiones a “civilizados”. Dedé llegó a la cárcel necesitando cuidados médicos, y con una aguja de costura clavada a su pierna, una herida que se hizo “en circunstancias no explicadas”.

En los documentos a los cuales tuvo acceso, Brasil de Fato no se  encontraron registros de su eventual liberación, muerte o  fuga.

“Indios holgazanes”

Paralelo a la llegada de los “delincuentes”, decenas de indios krenaks, que todavía habitan en áreas vecinas al reformatorio, estaban sometidos a la tutela de los mismos policías responsables de la institución correccional, lo que los volvía un “objeto preferencial” para acciones de patrullaje. Muchos de ellos terminaron confinados.

Hombres y mujeres krenaks fueron también reclutados para trabajar en la prisión indígena, y dan su testimonio sobre las violencias de ese periodo. “Quien escapaba de la prisión sufría la mano dura de ellos”, afirma Maria Sônia Krenak, ex-cocinera del local. “Y la misma cosa sucedía con los niños de la aldea”.

Por más increíble que parezca, hasta la vida amorosa de los indios locales pasaba por el filtro de la policía. “Antes de responder al ‘pedido de casamiento’, procede (sic) una investigación sigilosa y sumaria en la vida previa del pretendiente, buscando si esa persona es pobre y honesta”, apunta un oficio escrito por el sargento Tarcisio Rodrigues, quien era jefe del Puesto Indígena. En este caso específico, el jefe pedía a sus superiores una deliberación sobre el noviazgo de una india con un no indio de los alrededores.

En la Tierra Indígena Krenak, homologada en 2001 en Resplendor, muchos todavía tienen historias qué contar sobre ese período. “Yo, una vez, me quedé 17 días preso porque atravesé el río sin permiso y fui a jugar billar en la ciudad”, rememora José Alfredo de Oliveira, patriarca de una de las familias locales. Es un ejemplo típico de lo que, para la policía, era considerado un acto de holgazanería.

Así como ocurría en otras regiones del país, los krenaks sólo podían dejar el territorio tribal por medio de la autorización del jefe local de la Funai. Lo mismo sucedía con la caza y la pesca fuera de los puestos indígenas, que eran inadecuadas para proveer de la alimentación básica y podían llevar a los indios directamente al reformatorio.

Para Geralda, ex-Cimi, detrás de situaciones como éstas –de sedentarismo forzado, encarcelamiento de “indios holgazanes” e incluso supuestos ladrones–  había, en realidad, un contexto de conflicto territorial. “Por ejemplo, los maxacalis (habitantes del Vale do Mucuri, al noreste de Minas Gerais), atacaban en esa época las haciendas de ganado. Estaban confinados a un puesto indígena, pasando hambre, y entonces cazar una vaca era una actividad de supervivencia. Y ahí detenían al indio porque “había robado una vaca”, pero, de hecho, “era una cuestión de supervivencia, y también de resistencia. Creían que, presionando a los hacenderos, ellos se irían”.

A principios de 1970, incluso el área ocupada por los krenaks y por la cárcel vivía días de intensa disputa, pues diversos poseedores rentaban lotes en los alrededores. Como una posible solución al problema, el gobierno de Minas Gerais y de la Funai negociaron una permuta entre esas tierras y la hacienda Guaraní, un área localizada en Carmésia que pertenecía a la Policía Militar minera. En 1972, todos –los krenaks, el reformatorio y los confinados– fueron desplazados hacia allá.

Después de ese cambio, también cambió el jefe de Minas- Bahía. Quien asumió el cargo fue João Geraldo Itatuitim Ruas, uno de los primeros servidores de origen indígena en ocupar un cargo de  mando en la Funai. “Imagina lo que era para mí, como indio, escuchar la orden del día del cabo Vicente, enfilando a todos los presidiarios en fila india, antes de tomar un café, diciendo que golpearía a aquel que se saliera de la fila, y que, para el que se escapara, había cuatro perros  policías, entrenados y listos para actuar”, relata. “Ellos no trabajaban los sábados, porque era el día que se lavaba la ropa y todas esas cosas todas. Pero, durante la semana, ¡era trabajo esclavo!”

Frente a esa realidad, Ruas afirma haber aconsejado al ministro de Interior – Maurício Rangel Reis, muerto en 1986 –  discutir el cierre de la institución correccional, un encuentro del cual dice haber salido con amenazas de dimisión. También cuenta haber comenzado a enviar, de vuelta a las aldeas de origen, a diversos de los confinados. Ruas perdió su cargo poco tiempo después.

Pero, mientras algunos salían, la hacienda Guaraní aún recibía, a mediados de la década de 1970, otros grupos de indígenas fruto de la luchas por tierra en Brasil. Fue lo que ocurrió con los guaranís de la Aldeia Tekoá Porã, en Aracruz.

Los guaranís, explica el cacique Werá Kwaray –quien pasó parte de su adolescencia en Carmésia–, caminan por el mundo siguiendo revelaciones. Y fue una revelación la que los llevó a salir del sur del país, en la década de 1940 en busca de la “tierra sin males” –un lugar donde, de acuerdo con las creencias de la etnia, es posible alcanzar una especie de perfección mística, algo así como un paraíso en la  tierra. Liderados por una chamana, llegaron a Aracruz dos décadas después. Pero en aquel lugar, había planes para crear enormes plantaciones de eucalipto, y un choque de intereses llevó a los indígenas, que estaban bajo presión, a la hacienda Guaraní. “Fue una violación a los derechos sagrados de nuestros líderes religiosos”, expone el cacique.

Después de pasar algunos años en Carmésia, los guaranís regresaron a  Aracruz, donde, en 1983, consiguieron la homologación del área indígena que habitan hasta hoy.

Durante la década de 1970 y 1980 fueron registradas las últimas denuncias sobre el uso de la hacienda Guaraní como un lugar de prisión o hacia donde eran expulsados los indios “sin tierra”. Todos se fueron del lugar, a excepción de un grupo pataxó que se instaló definitivamente después de salir del área, en Porto Seguro. Actualmente, el edificio que funcionaba como destacamento policial fue convertido en vivienda para algunos de esos indígenas.

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