Pasajes del jaramillismo

Ricardo Montejano del Valle

Morelos, México. Decía don Pablo Espinoza: “cuando los pueblos se unen son como un río crecido, que no más va orillando la basura”.

Don Pablo Espinoza fue un luchador agrario de la región de Atencingo, estado de Puebla. En esa región los gobiernos posrevolucionarios permitieron el fortalecimiento de algunos grandes señores, entre ellos el cónsul de Estados Unidos en Puebla, William Jenkin.

William era un aventurero que, antes de ser cónsul, había trabajado en una fábrica de calcetines, como capataz. Allí se robó una maquina, sacándola por partes y la armó en su casa, siendo así pionero en México en la producción de productos pirata, y es el único fabricante de calcetines del que hemos tenido noticias. Luego enamoró a una norteamericana rica, y gracias a ella entró en contacto con la embajada, hasta que terminó de cónsul.

Empezó a comprar tierras, y si no se las querían vender, se entendía con las viudas. Así se adueñó de las tierras de los nueve pueblos llamados “anexos” del ingenio azucarero de Atencingo, y también la maquinaria para la producción del azúcar era de su propiedad. Llegó a tener muchos matones a sueldo, a quienes daba caballo, pistola, buena ropa y permiso para robar y matar. Uno de los principales colaboradores de Jenkins era un contador de nombre Manuel Espinoza Iglesias, que también se hizo rico y con el tiempo fundó el Banco de Comercio.

Don Pablo Espinoza fue asesinado por los matones del cónsul. Hasta entonces su esposa lo apoyaba y ayudaba en todo, pero después de su muerte, ella se volvió una luchadora, y mostró una fuerza diez veces más grande de la que había mostrado su esposo. Buscó a dos hombres, que habían sido generales en las filas del Ejército Zapatista, y con su apoyo levantó una lucha que aglutinó a los pueblos de la región. Fue así que corrieron al gringo y a sus matones y fundaron el sindicato “Carlos Marx”, que duró apenas un año, pues Jenkins y su asistente “Manuelito” contraatacaron. Doña Lola fue asesinada en Cuautla, donde se había refugiado creyendo que allí estaría segura.

Fueron los jaramillistas quienes retomaron el proceso organizativo, pues un hermano de Rubén Jaramillo, Porfirio, se casó con una mujer poblana y se fue a vivir en la región. Durante los periodos en que Rubén tenía problemas con el gobierno, se iba a refugiar allí.

Rubén planteó en una reunión del sindicato de trabajadores de la cooperativa del ingenio “Emiliano Zapata” de Zacatepec, Morelos, que había que ayudar a unos compañeros, pero que por razones de seguridad no se podía decir quiénes eran ni de donde, pero que se necesitaba la donación de cinco pesos por cada trabajador, para que una comisión fuera a hacer ese trabajo. La asamblea acordó el apoyo de diez pesos por trabajador. Entonces se tuvieron los fondos necesarios.

Entre los comisionados para ir a levantar la lucha en Atencingo estaban dos obreros: uno a quien llamaban la “Coatalata” y otro cuyo nombre era Mónico Rodríguez. Inicialmente, llegaban a la casa de compañeros de confianza en alguno de los anexos de Atencingo. Allí se citaba a una reunión y la gente llegaba discretamente, uno a uno, hasta juntar un pequeño grupo. Se leía de entrada un pequeño escrito de Vicente Lombardo Toledano, donde se demostraba que las tierras de los anexos pertenecían a los pueblos y no al gringo Jenkins, y que los disque representantes ejidales eran en realidad incondicionales del terrateniente.

El comisionado –que venía de Morelos– permanecía en esa casa todo el día y en la noche se trasladaba, entre los arrozales y cañaverales, al siguiente anexo, donde se repetía la lectura. Con esas visitas se fue forjando la organización, y poco a poco los pueblos prepararon el golpe por sorpresa para una fecha en la que, después de fuertes combates, derrotaron a las guardias blancas, y eligieron en asamblea a nuevos representantes ejidales. Varios cuerpos de las guardias blancas fueron colgados de la línea de postes que corría a lo largo de la vía del tren. Se cuenta que un maquinista, topándose con los colgados y viendo las asambleas que se estaban realizando, saludó al pueblo con largos pitidos del silbato del tren.

Como resultado de la lucha se repartieron en la región miles de hectáreas de tierra de riego y de temporal. Además, el fundo legal de cada pueblo se amplió y cada familia contó con un lugar amplio para tener su vivienda y su solar.

Así, se cumplió el dicho de don Pablo Espinoza: “Cuando los pueblos se unen son como un río crecido, que nomás va orillando la basura”.

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