El freno de emergencia de la locomotora

Luis Hernández Navarro

Muertos sin nombre

José Darío Álvarez Orrantes tiene 19 años de edad. Estudia el primer semestre de sociología en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. El 29 de octubre de 2010 asistió a la onceava Kaminata contra la muerte. Protestaba pacíficamente junto a otros compañeros contra la militarización de su ciudad cuando la Policía Federal le disparó por la espalda. Tuvo entonces que luchar por su vida.

José Darío tiene nombre y apellido. A pesar de lo grave de su situación, está vivo. No se puede decir lo mismo de los más de 7 mil asesinados violentamente en Ciudad Juárez desde inicios de 2008. No sólo fallecieron, sino que la mayoría son apenas una cifra más de la numeralia macabra de fallecidos en la guerra contra el narcotráfico. Sus muertes no han sido investigadas. Sobre ellos el gobierno ha sembrado la duda de su culpabilidad. En el peor de los casos se les presenta como delincuentes, en el mejor como bajas colaterales de la guerra contra las drogas. Los caídos son, por principio de cuentas y hasta que no se demuestre lo contrario, criminales.

Así sucedió el 30 de enero de 2010 en la colonia Villas de Salvárcar. Dieciséis jóvenes, algunos casi niños, fueron masacrados mientras se divertían en una fiesta. Agravio sobre agravio, Felipe Calderón dijo desde Japón, casi cuarenta y ocho horas después, que, con base en las últimas investigaciones, esos muchachos probablemente fueron asesinados por otro grupo con el que tenían cierta rivalidad.

Afuera de sus viviendas, los padres de las víctimas colgaron cartulinas con leyendas en las que se leía: Señor Presidente, hasta que no encuentre un responsable, usted es el asesino. Señor Presidente, qué haría si uno de estos jóvenes fuera su hijo, ¿qué haría?

El 11 de febrero, en Ciudad Juárez, durante un acto público, frente a las cámaras de televisión, María de la Luz Dávila, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila, adolescentes asesinados en la fiesta, se plantó frente a Calderón e interrumpió el discurso del gobernador. Sin bajar la mirada le dijo: ¡Disculpe, señor Presidente!, yo no le puedo dar la bienvenida porque no lo es. Aquí se han cometido asesinatos, quiero que se haga justicia, quiero que me regrese a mis niños. No puedo darle la mano porque no es bienvenido. Quiero que se retracte de lo que dijo cuando acusó a mis hijos de ser pandilleros, quiero que pida perdón! […] Le aseguro que si a usted le hubieran matado a un hijo ya habría agarrado a los asesinos. Aquí el gobernador y el alcalde siempre dicen lo mismo: prometen justicia pero no la tenemos; ¡yo quiero justicia!

A raíz de la masacre de Salvárcar, el gobierno federal echó a caminar el plan Todos Somos Juárez, que en sus distintas versiones no da resultados, pero sí ha logrado desmovilizar a los vecinos.
Como cuenta Daniela Pastrana “en Salvárcar es evidente la división entre padres que piden justicia y otros que no quieren nada más que sanar su dolor y que, aferrados a la fe, lanzaron palomas y globos blanco en la misa del domingo, que se realizó en el foro del recién estrenado club deportivo del barrio, que costó 27 millones de pesos y tiene canchas de fútbol, básquetbol y béisbol”. Unas instalaciones en las que se ven enormes pintas con el lema oficial del gobierno de Calderón: «Vivir Mejor».

La rabia de María de la Luz Dávila contra el gobierno está esparcida por toda la sociedad juarense. Está presente en jóvenes como José Darío Álvarez Orrantes y sus compañeros de la Kaminata contra la muerte. Alimenta el reclamo de justicia de miles de madres que han perdido a sus hijos.

Se trata de una ira nacida no sólo de las miles de muertes violentas, sino del abuso y el atropello cotidiano de policías y el Ejército. El memorial de agravios colectivo de los juarenses es inmenso. La población tiene miedo de los uniformados tanto como teme a los narcotraficantes. Los jóvenes son sospechosos por el hecho de ser jóvenes. Se les detiene en la calle, se les encañona, se les amenaza. Las policías entran en los domicilios sin orden de cateo, con prepotencia. La primera baja en la guerra contra el narcotráfico han sido los derechos humanos.

Un hecho sorprendente es que la inmensa mayoría de los homicidios perpetrados en los últimos años fueron cometidos contra personas desarmadas, sin que se hubieran provocado riñas o enfrentamientos. No fueron asesinatos acaecidos por la lucha abierta entre cárteles de las drogas, ni provocados por el enfrentamiento del Ejército y las policías contra bandas del crimen organizado. Fueron crímenes perpetrados en una ciudad que vive en un estado de sitio no decretado, patrullada día y noche por más de 10 mil efectivos, llena de retenes.

Quizá por ello, en amplios sectores de la población la percepción dominante es que las fuerzas policiales y militares están en la ciudad no para combatir el narcotráfico, sino para ayudar a uno de los cárteles de la droga contra el otro. Así lo dicen. Y es que, a pesar de estar cerca de los lugares donde se cometen los crímenes, los uniformados no intervienen para impedirlos.

El ataque a la Kaminata contra la muerte del pasado 29 de octubre es otro escalón en la agresión policiaco-militar contra los juarenses. En la ciudad de los muertos sin nombre los ciudadanos están cada vez más hartos de las fuerzas del orden. Se anuncia ya la hora de la rabia que reclama justicia.

El freno de emergencia de la locomotora

En su libro Sentido único Walter Benjamin sostiene que si la revolución proletaria no llega a tiempo, el progreso económico y técnico del capitalismo puede terminar en desastre. Parafraseándolo, puede afirmarse que si la revuelta ciudadana nacida de la presión moral de las víctimas de la guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón no llega a tiempo, la militarización del país terminará en un desastre.

“Marx dijo que las revoluciones son las locomotoras de la historia -escribió Benjamin. Pero quizá sea diferente. Puede ser que las revoluciones sean la mano de la especie humana que viaja en ese tren y que tira el freno de emergencia”. La metáfora ilumina nuestros tiempos actuales. Quizás, la resistencia civil nacida del reclamo del silencio que reivindica un Pacto Ciudadano para detener la absurda estrategia de guerra, puede convertirse en la herramienta que frene el ferrocarril que conduce a la nación rumbo al abismo.

Un movimiento así sólo puede constituirse desde la autoridad moral de las víctimas y sus familiares. Sólo puede prosperar desde el diálogo de quienes viven el dolor del sacrificio de uno de los suyos, y el agravio de la impunidad gubernamental. Son las víctimas, y no sus abogados, las que deben decir su palabra. Son ellas las que tienen el derecho a hablar en letras mayúsculas. Son ellas -y no sus intermediarios- quienes deben trazar el camino de su lucha. Ellas son su núcleo fundador, su inspiración, su fuente de legitimidad.

Hoy, colocadas en una situación límite a raíz de una vivencia radical, las víctimas han comenzado a hacer política. Su principio de acción en la vida pública proviene de una decisión individual de carácter moral nacida de la injusticia. La suya es una alternativa ética. Es en la moralidad de sus acciones, tanto individuales como colectivas, donde se encuentra la fuerza para desmilitarizar el país y restaurar la justicia.

Por supuesto, hay que sumar a todas las voces a la causa. Sólo así puede provocarse el descarrilamiento de la locomotora bélica. Hay que agregar a los notables y a los plebeyos; a los religiosos y a los ateos; a los bonitos y a los feos; a los letrados y al pueblo llano. Nadie sobra. Todos hacen falta. Todos tienen algo que decir. Pero la voz que debe escucharse en primer plano es la de las víctimas.

Javier Sicilia ha criticado justamente a la clase política, a los llamados poderes fácticos y sus siniestros monopolios, a las jerarquías de los poderes económicos y religiosos, a los gobiernos y las fuerzas policiacas. Tiene toda la razón al hacerlo. Pero una crítica así no puede dejar de lado a algunas Organizaciones No Gubernamentales a las que se las ha caído la N, hasta el punto de convertirse en Organizaciones Cuasi Gubernamentales, en agencias empleo de sus funcionarios en la administración publica, y en instrumentos para desplegar en el país las agendas de las Fundaciones que las financian.

Tampoco se puede pasar por alto a todos aquellos que en nombre de la una ciudadanía etérea y abstracta buscan posiciones de poder para sí mismos en todo tipo de comisiones designadas por el Poder legislativo. Es absolutamente legítimo que aspiren a ser consejeros de institutos y comisiones o funcionarios públicos, no lo es que lo hagan a nombre de una ciudadanía que nunca los ha elegido para ello. Por definición, la sociedad civil es irrepresentable. Nadie puede hablar a nombre de ella.

El movimiento nació siguiendo una ruta azarosa. Muchos de sus integrantes pasaron del miedo a la indignación, de la indignación a la queja, de la queja a la movilización, y de la movilización al movimiento. Su carisma es grande pero su organicidad es aún precaria y su horizonte tan diverso como sus orígenes.

Forjar la unidad de las víctimas es tarea ardua. Ya Eduardo Gallo documentó como algunas organizaciones civiles y sus dirigentes han sido acallados por el gobierno federal con recursos, prebendas y cargos públicos. Pero es difícil además, por la diversidad de circunstancias y visiones del mundo de los afectados. El mapa del dolor dibujado por la guerra contra el narcotráfico, está trazado con todos los colores del espectro político, social y religioso. Escapar del cautiverio de los intereses particulares y de los estereotipos ideológicos es tarea difícil, acaso sólo posible si se calibra en toda su magnitud el tamaño de la catástrofe nacional.

En las últimas semanas se ha debatido intensamente en la prensa escrita y en foros y reuniones una caracterización del naciente movimiento, de sus retos y perspectivas. La poesía de la disidencia que tomó forma en la marcha por la paz se ha convertido, en ocasiones, en un ejercicio de ardua gramática organizativa. De cara a la firma de un Pacto Nacional por la Paz, que se firmará en ciudad Juárez el próximo 10 de junio, sobresalen, entre las muchas contradicciones que inevitablemente atraviesan al movimiento, dos: la propuesta de negociar con el gobierno y la lucha por una reforma política presente en el documento “Por un México en paz con justicia y dignidad”.

De un lado, se encuentra el Movimiento Nacional por la Justicia con Paz y Dignidad (MpJPyD) encabezado por el poeta Javier Sicilia y personajes como Emilio Álvarez Icaza. Del otro, el Frente Plural Ciudadano y el Centro de Pastoral Obrera de ciudad Juárez.

El MpJPyD propone un pacto ciudadano que, en un segundo momento abra el diálogo con las autoridades. Asimismo, reivindica una reforma política que mejore la democracia representativa y la democratización de los medios de comunicación, y que la Cámara de Diputados, en un periodo extraordinario a más tardar en dos meses, apruebe la minuta de reforma política constitucional aprobada por el Senado que establece la consulta popular la iniciativa legislativa las candidaturas independientes y la reelección inmediata de legisladores y alcaldes.

El Frente y el Centro se oponen a todo diálogo con el gobierno en cualquier punto del país, en tanto no existan garantías para el mismo, y los militares continúen en las calles. Consideran que “la experiencia propia y la historia nos han enseñado que con el gobierno no se pacta. Las y los hermanos de Chiapas lo vivieron con los acuerdos de San Andrés que aun pactados, fueron incumplidos, la misma suerte ha seguido la Sentencia de la Corte Interamericana por las muertes de mujeres del Campo Algodonero, a pesar del peso moral y obligación de México como parte de la comunidad internacional, y nuestra experiencia reciente con el rotundo fracaso de los 100 puntos y 100 días del programa Todos Somos Juárez.”

El debate sobre el diálogo con el gobierno es un asunto complicado. Toda lucha que no sea insurreccional -e incluso ésta en ciertos momentos- debe negociar con el gobierno. Una movilización que exige justicia, reparación de daños y modificación de políticas está obligada siempre a dialogar. La pregunta es cuándo, cómo, dónde y con quién.

Dentro del movimiento hay quienes rechazan la negociación argumentando que Felipe Calderón es un mandatario espurio, carente de legitimidad. Plateado así, el asunto se vuelve una cuestión ideológica sin salida alguna. Por supuesto que Calderón carece de legitimidad. Más aún, esa falta de legitimidad es precisamente la que lo ha llevado a encabezar la guerra contra el narcotráfico. Sin embargo, negociar o negociar no es asunto de legitimidad del adversario sino de fuerza. Los movimientos negocian con quien tiene la fuerza para resolver sus demandas. Y un movimiento de víctimas que exigen justicia tiene necesariamente que emplazar y tratar con el responsable de que se haga justicia y se modifique la política que la propició.

No es éste el punto de vista de las organizaciones juarenses que se oponen al diálogo. La posición del Frente Plural Ciudadano y el Centro de Pastoral Obrera es clara en exigir que para que se realice el diálogo el ejército debe regresar a los cuarteles y se deben establecer garantías para su realización. Su desconfianza nace no de consideraciones ideológicas sino de su propia experiencia.

Desde otra posición, esa parece ser también la consideración del coordinador del albergue Hermanos en el Camino, Alejandro Solalinde. A pesar de las enormes dificultades para ayudar a los migrantes indocumentados de paso por México como un actor social, y de su función eclesial, Solalinde señaló que no tenía demasiadas expectativas en la visita del secretario de Gobernación, Francisco Blake. “¡Qué puedo esperar -dijo- de un gobierno que ha estado negando sistemáticamente todo y cuya principal preocupación, obsesión, es sostener que el Instituto Nacional de Migración está bien, que sólo falta ajustar unos detalles”.

Todo movimiento de esta naturaleza tiene como interlocutor natural al Estado. Sin embargo ¿por qué debe de negociar con nél ahora?

En una reflexión así es necesario preguntarse si el gobierno quiere el diálogo, si necesita el diálogo o si está tan arrinconado que no le queda más remedio que aceptar el diálogo. Me temo que la respuesta es negativa. Felipe Calderón se jugó todo su sexenio a la carta de la guerra y no va dejar de jugar esa carta en el último tramo de su gobierno. Por el contrario, lo previsible es que doble la apuesta y que militarice el proceso electoral para tratar de evitar la salida del PAN de Los Pinos.

El movimiento ha desplegado una impresionante fuerza, ha ganado sectores importantes de la opinión pública y conquistado una gran legitimidad, pero no tiene aún la potencia necesaria para obligar al gobierno a modificar su estrategia. Por supuesto, Felipe Calderón dirá una y otra vez que está abierto al diálogo, pero a un diálogo que será el mismo monólogo gatopardista de siempre.

Además de éste, otros puntos están también a debate dentro del movimiento. Mientras el MpJPyD exige poner fin a la estrategia de guerra y asumir un enfoque de seguridad ciudadana, diversos organismos señalan que se necesita desmilitarizar ya al país. En los seis puntos del “Pacto Nacional por un México en paz con justicia y dignidad” no se hacen referencias críticas explícitas al papel de Estados Unidos en la guerra contra el narcotráfico ni hay objeciones a la Iniciativa Mérida, pero diversas agrupaciones consideran que es central denunciar la responsabilidad de Washington en la definición de la estrategia gubernamental. Asimismo, varios grupos advierten que es necesario reivindicar el esclarecimiento de los feminicidios en ciudad Juárez. Por supuesto, hay quienes consideran que una reforma político-electoral nada tiene que hacer en la plataforma programática de un movimiento de esta naturaleza.

Eso significa que no hay más remedio que prepararse para una larga y ardua etapa de resistencia nacional a favor de la desmilitarización. Una resistencia alimentada por el diálogo entre las víctimas y sus aliados. Una resistencia en la que habrá que enlazar horizontalmente las distintas expresiones de dolor en las regiones. Una resistencia en la que habrá que afinar un funcionamiento transparente y un programa consensuado. Una resistencia -insisto- conducida por las propias víctimas.

La hora de meter el freno de emergencia para detener la locomotora de la militarización del país ha llegado. Este 10 de junio, la organización de la presión moral de las víctimas dará un paso adelante en este empeño.

Ponencia presentada por el autor en el foro Diálogos y debate sobre la emergencia nacional y el pacto por un México con Justicia y Dignidad, organizado en la UNAM, el pasado 23 de mayo.

Publicado el 01 de Junio de 2011

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